Cada mañana, Mohajir espera sentado junto al muro de la mezquita a que abramos la puerta de nuestra casa para llevarnos a la suya. Casa, la furgo, rota en medio del Sahara de Sudán, con el Nilo a un kilómetro y Jartum a trescientos o cuatrocientos.
Cada mañana, Mohajir despliega la hospitalidad tradicional musulmana, aquel recuerdo de mi casa es tu casa, pero dicho en árabe. Todos los días nos ofrece té, café, desayuno, comida, cena y calor, nada que ver con la inmisericordia todopoderosa del sol, con la crueldad de un amarre flojo que dejó ir la tapa del filtro de aire. Y el motor, que se llenó de arena.
Todas las mañanas nos espera Mama Taiba, su madre, la madre de todos, con el desayuno listo. Mama Taiba es una abuela entrañable de apenas metro cincuenta, metro cuarenta y menguando. Hoy, cuando trae el té, me animo a preguntarle por las marcas que lleva en la cara. Son tres líneas verticales en cada mejilla, escarificaciones de algún rito de su tribu, de cuando nació hace mil años. Mohajir traduce.
– Ella ocho años. Tomar piel. Cortar –dice con voz tranquila, sin temblores, mientras se levanta el pellejo de la pierna con la punta de dos dedos y ensaya un tajo rápido con una cuchilla invisible. Mohajir habla con el cuerpo, sus gestos son palabras. –Después cortar más piel a cada lado. Cortar en pecho y piernas. Mi madre, acostar boca arriba, diez días no mover. Y curar.
– ¿Y de qué tribu es mama Taiba?
– Shamaliyah. Abu Dom es Shamaliyah. Dóngola a Meroe Shamaliyah. Aquí todo Shamaliyah
– Tú ¿qué tribu? –interrumpe Mama Taiba.
– ¿Yo? Yo soy de dos tribus. Espani y Argenti.
– Espani, Argenti –se queda pensando la abuela. Y eructa, como si eructar fuera el acento de un hallazgo. Se puede pertenecer a más de una tribu.
Extracto del libro sobre La Vuelta al Mundo en 10 Años ‘Por el mal camino‘
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