A las siete y quince de la mañana un murmullo largo sacude la cama arrancando un rugido de las paredes. Un rugido suave, pero bien bronco.
– Anna, quédate quieta.
El sonido es exactamente el mismo que retumba dentro de un túnel mientras pasa sobre tu cabeza un tren interminable, cada vez más pesado, cada vez más intenso. Brrrrrrrrrrrrrrrrmmmmmmmmmm.
Un terremoto es algo extraordinario. La confusión es auténtica, la película de tu vida se enganchó en la máquina y el viejito que vigila los proyectores se quedó dormido.
– ¡Todos al patio! ¡Todos al patio! –comienza a gritar la abuela Raquel. –¡Ay madrecita mía de mi vida! ¡Dios santo! ¡Que acabe rápido por favor mamita!
Su voz nerviosa recuerda las historias entrecortadas en alguna sobremesa. Paredes caídas, grietas en el asfalto, fuego, gente desnuda en la calle, sangre, el pudor ya no es importante.
Diez, o veinte, o treinta segundos más tarde, cuando la tierra se calma, una mano con Parkinson enciende el televisor. Ya interrumpieron todos los programas.
Un terremoto es algo escalofriante. El suelo tiembla en shocks planetarios, sacudidas que levantan cemento, asfalto, farolas y edificios. Los gorriones pierden los nidos y la gente sus casas. No es broma. El sacudón que provocó el tsunami asiático de fines de 2004 hizo que algunas islas se movieran de sitio.
Recuerdo la primera vez, año 2003. Cenábamos en nuestro apartamento alquilado en Santiago de Chile, un noveno piso, y la silla comenzó a caminar. Mi pequeña colección de botellas de los años cincuenta parecían clin clin clin clin clin campanas. Apoyé el tenedor en la mesa e intenté asimilar la vibración. Era algo sobrenatural.
– ¿Sientes esto? –preguntó Anna.
El edificio era Godzilla y nosotros estábamos en su estómago.
Recuerdo la emoción inconsciente, esto se mueve, esto es nuevo, esto es incontrolable esto es un fenómeno. La introducción al Apocalipsis, capítulo 1.
Durante un terremoto cada uno enseña sus cicatrices, las visibles y las invisibles. En la calle suena un coro de alarmas de automóviles. Los bomberos saltan a sus camiones y la gente sale a las calles. Algunos lloran. Otros se quedan en blanco. El miedo a las réplicas provoca otro temblor, esta vez en las piernas.
Queda la inestabilidad. Es la vida desnuda, desequilibrada, original, pendenciera, nada está asegurado. Todo puede derrumbarse en un momento de inquietud. El corazón continúa latiendo, pero las pulsaciones pasan las cien, el baterista se ha vuelto loco.
Años más tarde, en Lima, y con la presencia fresca del desastre de Pisco, el suelo vuelve a temblar. La primera vez fue a la una de la madrugada, durante un asado. La silla sólo se movió unos centímetros durante un par de segundos y ayudó a que la cena se acomodara en el estómago. Fue simple, rum rum, ya está. La segunda sacudida fue distinta.
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Tiene que ser espectacular vivir un terremoto de una magnitud considerable… prefieron no saber como es. Este fin de semana hemos estado con un amigo chileno y hemos podido vivir todos la angustia que sufria con el terremoto producido estos dias pasados. En su pueblo se ha registrado una escala de 6,8 grados y cuando por fin pudo confirmar que toda su familia se encontraba bien, pudimos respirar todos… pero fueron momentos duros de espera.
Un saludo!
Da gracias a Dios que no has vivido uno tan fuerte…si hay algo mas atemorizante es un terremoto porque tu mente no esta preparada para recibirlo y hay tantos cambios fisicos en tu entorno que te hacen perder el sentido de la orientacion cuando estos suceden…!!! ay que tener un gran dominio mental para controlarte en ese momento